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Lo encontré cuando barría el ascensor después de que se fueran los chatarreros: un tornillo oxidado, casi negro, de pie largo y cabeza redonda. Acompañado de un puñado de astillas que recordaban a los restos del paso de un huracán. Era serio como el mueble al que había sostenido. Como todo lo que había ocurrido ese día.

Me quedó claro que el tornillo merecía la jubilación: sesenta años sin fallar nunca, sin dejarse notar, con eficacia de cosa. Él estaba antes que yo, por eso no nos habíamos visto nunca (y porque hasta aquel día ambos habíamos permanecido estrictamente en nuestro lugar). En aquella parte del piso de mi madre todo tenía una historia anterior a la mía —cosas de ser la pequeña—, como aquel tornillo, que era al mismo tiempo actor y testigo.

Los chatarreros tuvieron que destrozar el despacho de papá a martillazos. Después lo despedazaron y fueron amontonando los tablones. Me fui al otro extremo del piso para no oírles. El mueble era un trasto pesado, grave, formal como la tarea que le tocó desempeñar. Estoy segura de que eran necesarios muchos tornillos para sostenerlo. Nunca me había preguntado cuántos tornillos hacen falta exactamente para sostener cada una de nuestras vidas.

El despacho había sido un hito, un desenlace en el relato familiar. También era el alma del piso, su misma razón de ser. Papá había terminado la carrera hacía poco. Pusieron una placa en la puerta. Compraron un mueble aparatoso como un retablo, muy adecuado para impresionar a las visitas. Lo cargaron de enciclopedias pediátricas, tochos sobre temas indescifrables y vademécums. Todo conjuntado con la mesa inmensa de madera noble, las butacas de cuero o una lámpara de pie tan barrocamente horrible que terminé por adoptarla como quien se queda un gato negro, sabiendo que nadie más lo querrá.

Se trataba del espacio de otra época. De cuando mis padres tenían mucho futuro y poco pasado. De cuando el consultorio de los médicos estaba en su propia casa. De cuando a las cuatro de la mañana sonaba el timbre y era una madre con un bebé a cuarenta de fiebre y mi padre les atendía disimulando el sueño y con la bata blanca encima del pijama. De cuando los médicos —por lo menos mi padre— visitaban también los sábados hasta las nueve y media de la noche. De cuando comprabas un mueble y sabías que se quedaría donde lo habías puesto hasta que se deshiciera de él alguien que aún había de nacer.

            No sé si me voy a arrepentir, pero tiré el tornillo a la basura junto con las astillas, las pelusas y los insectos disecados que fui recogiendo de debajo de los muebles destruidos. Ellos eran también, a su modo, un resumen de nuestra vida.