Los lugares son como las
personas que los han construido. El piso de mi madre tenía una
personalidad fuerte. Era cabezota, elegante, barroco, imprevisible.
En los primeros días tras su muerte me dolía imaginarlo: una
escenografía vacía y sin sentido. La ropa dentro de la lavadora, los
tarros de caldo del congelador, la cama aún desecha, la botellita de
agua a medio beber —a medio beber para siempre— sobre la mesa de la
salita. Cuando la vida se detiene deja a su paso un montón de
naderías que no sabes cómo resolver.
Lo primero, pensé que
debía hacer la cama. No me atreví (todavía) a deshacerla. Me esforcé
mucho. Alisé con cuidado la sábana bajera, hasta dejarla tensa y sin
una arruga, como a mi madre le gustaba (ella hacía la cama con rigor
científico). Lo mismo con la sábana encimera —el doblez, sobre todo,
debía quedar simétrico y como planchado— y con el cobertor y la
mantita de lana que siempre tenía a sus pies. Los almohadones, tres,
los sacudí antes de dejarlos de nuevo en su lugar. Como si aún la
esperaran. Ahora sé que quien aún la esperaba era yo.
Después, la invasión de
extraños. Compradores de Wallapop que se sentaban en las butacas y
abrían los cajones arrugando el ceño. Los operarios del servicio de
recogida de trastos viejos del ayuntamiento que protestaban porque
había más muebles de los que les habíamos dicho. Anticuarios que
negaban con la cabeza y decían: Esto no tiene ninguna salida, no lo
va a querer nadie.
No hay nada peor que
enfrentarse a las pertenencias de un muerto, dice Paul Auster en La
invención de la soledad. Y añade que la muerte es una evasión, la
última huida. Del mismo modo, un piso es una metáfora de la vida de
quien lo ha habitado. Una especie de resumen de todo. Un retrato.
La casa de mi madre
opuso mucha resistencia y dio muchas sorpresas. Siempre quedaba un
armario por mirar, un altillo por abrir, un estante por investigar.
Y todo estaba lleno hasta el extremo. Un sinfín de naderías por
resolver: la vida.
Hasta que un día, de
súbito, fui consciente de que empezaba a estar vacío y que me
quedaba poco trabajo. En las habitaciones donde crecí había ecos.
Los muebles habían dejado sombras como fantasmas en las paredes. Una
de las últimas cosas que se llevaron los muchachos del ayuntamiento
—solo porque hasta el último instante estuve intentando regalársela
a alguien que la apreciara— fue la Gran Enciclopedia Espasa, el
orgullo del salón, ciento dos volúmenes de ostentosos lomos dorados
que pesaban como un mundo. Mamá la había comprado, ya viuda, y la
había pagado a plazos durante muchos años. Cada vez que llegaba un
tomo nuevo con una actualización —eran otros tiempos— lo celebraba
con alegría.
La misma noche en que se
llevaron la enciclopedia soñé con mi madre. Paseaba por las
estancias vacías de su casa, estaba muy enfadada.
—Quiero que me devuelvas
todas mis cosas —dijo, y a continuación reparó en las estanterías
del salón e inquirió—. ¿Dónde está la Espasa?
Ni siquiera en sueños me
atreví a confesárselo.
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