Lola se aferró a la
maleta antes de echar un último vistazo a su aspecto en el espejo
del recibidor. Todo le pareció correcto: el día antes había ido a la
peluquería y volvía a tener el pelo de color caoba intenso. Llevaba
manicura y pedicura casi nuevas. Se había maquillado con la
discreción que convenía a sus muchos años. Estrenaba broche: un
tulipán de plata prendido en la solapa del chaquetón de color
lavanda. Se otorgó a sí misma un aprobado. Una mujer nunca se
arregla tanto como cuando ha quedado con otra mujer. Y en esa
ocasión no era una, sino tres mujeres. Sus amigas de toda la vida.
Las mismas que conoció en el internado de las monjas cuando eran
unas niñas. Hoy todas superaban los ochenta.
Ya estaba a punto de
salir cuando sonó el timbre y era su hija, Lolita, más arreglada de
lo normal y con el pelo más corto que nunca, que sostenía con las
dos manos la jaula del conejo Demócrito, su mascota.
—Hola, mami —la saludó
con un beso breve en la mejilla, antes de entrar con decisión en la
que nunca había dejado de considerar su casa—. ¿Verdad que no te
importa quedarte con él unos días? —dejó la jaula con el animal
sobre la mesa de la cocina y volvió sobre sus pasos.
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