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De pronto, un cajón lleno de gafas. Las hay de pasta, doradas, amplias como pantallas, con vidrios de fondo de botella, ahumadas, horrorosas, aprovechables, pasadas de moda. Los cajones de casa de mi madre son como los almacenes de un gran museo: aquello que esconden es tan importante o puede que más que lo conocido y mostrado. Reconozco las manías y las convicciones de mi madre hasta tal extremo que me parece normal que mamá guardara las gafas de todos. De todos los que se iban muriendo, quiero decir.

Las gafas me observan. Treinta pares de miradas esperando a que haga algo. Lo hago: me entretengo en identificarlas. Una por una. Las del abuelo, que murió cuando yo tenía cuatro años, las del hermano que no debería haber muerto tan joven, las últimas que llevó mi madre —las añado a la colección, las conmino a mirar a las otras— y, claro, las de papá. Varias: mi padre era miope y para él las gafas, como me pasó a mí cuando heredé sus dioptrías, eran una necesidad de la que nunca pudo desprenderse.

Busco las fotografías familiares. Es raro tener frente a mí este fragmento de la fisiología de tanta gente querida. La montura dorada de las gafas de papá la reconozco enseguida en una foto que se repite sobre los muebles del piso vacío. Muestra a mi padre con una expresión tan severa que parece enfadado. Me parece curioso que mamá, que pasó toda la juventud regañando a mi padre porque no sabía sonreír en las fotos, escogiera justamente ésta para recordarle. Es una imagen con su propia historia: formó parte de un cartel electoral de UCD aquel año en que mi padre decidió presentarse en las listas municipales. La democracia era nueva a estrenar y él tenía casi cincuenta años. UCD no ganó y todo se quedó como estaba.

Salvo la foto. A mi padre le divertía ver su cara colgada por los muros de nuestra ciudad. En algunos carteles alguien le había pintado bigotes retorcidos, barbas de profeta o un parche de pirata. Los señalaba y se reía. Le divertían aquellas transformaciones. Cuando ahora veo su rostro tan serio me entran ganas también de pintarle bigotes, barbas o complementos de pirata. Para reírme y para verlo reír.

Algunas gafas, a pesar de mis esfuerzos, permanecen anónimas. Por más que busco entre las fotografías no sé a quiénes pertenecieron. Gente que no se dejó retratar o que llegó demasiado pronto a los tiempos de la imagen. Son las primeras que echo a la basura. Lo hago con convicción. Prefiero la memoria a los cachivaches. He decidido escribir para retener. Pienso todo esto mientras lleno de gafas una bolsa de basura que huele a lavanda. Debería regalarlas a alguna ONG de esas que envían material óptico a quien lo necesita, pero no me gusta la idea de que las expresiones de mis parientes se instalen en otros rostros, por lejanos que estén. Hago mal, siguiendo el imperativo de los sentimientos. Hoy mis sentimientos me ordenan deshacerme de todo.

Las últimas que introduzco en la bolsa son las de mi padre y mi madre. Por un instante me planteo conservarlas. Me las pruebo ante el espejo, un par detrás de otro. Me observo con cuidado, me interrogo. No sé qué esperaba, pero no ocurre nada. Solo soy yo con las gafas de mi padre y de mi madre. Y las dos me quedan fatal.