Inicio  La carpeta azul > Platos

 

Me gustan las fotos de comidas y celebraciones familiares. Sobre todo si son en casa. Sobremesas congeladas para siempre en unas imágenes donde los abuelos, los tíos o los amigos de toda la vida comparten protagonismo con el menaje doméstico. En el centro de la mesa siempre hay un par de botellas de cava —entonces era champán—, uno o dos sifones y un vinito inefable. Alguien sopla las velas de un pastel —normalmente una sara— o acaba de hacerlo y sonríe para la foto. Hay cenas con amigos donde todos parecen medio piripis. En todas las imágenes hay platos vacíos y alguien que no llega a tiempo y sale masticando o limpiándose los labios con la servilleta.

Me gusta, tanto como observar los gestos y las expresiones, estudiar las vajillas, las copas, los manteles, los cuadros que cuelgan de las paredes y los muebles de casa de la abuela que nadie sabe a dónde fueron a parar. Me emociona reconocer en la señora en cueros de la pintura al óleo que decora la imagen a la misma que hoy luce en una de las paredes de mi casa, con el marco renovado, vigilante de nuestras vidas del mismo modo en que lo fue con mis antepasados. Me gusta poner la mesa de las ocasiones con esos platos que hay que lavar a mano y en los que ha comido antes tanta gente querida. De algún modo es como si al poner la mesa invitara a sentarse con nosotros a todos los ausentes, para celebrar la vida desde la muerte. La historia inquietante de las cosas me interpela.

En casa de mi madre había más platos que en una alfarería. Vajillas que habrían contentado a muchas más nietas y nueras de las que tuvo. De estilos y procedencias diversas. Alguna tan horrorosa que no la quiso nadie. Y un par de esas que no pueden meterse en el lavavajillas y que dan tanto trabajo. Por no hablar de los boles.  De nuestros padres y madres heredamos mucho más que la forma de la cara o el color del pelo. Yo he heredado de mi madre una suerte de compulsión desaforada por comprar boles. Boles de todos los tamaños y colores. Parejas de boles. Juegos de boles. Para ensalada, para gazpacho, para lentejas —con la palabra «Lentejas» escrita en letras primorosas—, boles chinos, marroquíes, de Talavera de la Reina, de Granada, de La Bisbal, de todas partes donde mis padres pararon durante más de treinta años. Boles de barro pintados a mano o de Ikea modelo Kejserlig. Tengo más boles que un bazar. Y ahora tengo el doble que antes, porque he heredado los de mi madre. Espero el momento en que los hijos se vayan de casa para regalarle a cada uno cuatro docenas de boles. Eso suponiendo que con los años no me vuelva como mi madre y me dé por acumularlos sin sentido. Para lograrlo me falta solo un detalle: negarme a regalar nada cada vez que alguien me pida ni que sea un simple platito, un jarrón o un pelapatatas y contestar, cargada de profundas razones:

—Aquí lo encontraréis cuando yo me muera.

Exactamente.