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Un amigo me pidió una vez una foto de mi ombligo.

Primera reacción: negarme. ¿Cómo iba a hacer tal cosa? ¿Yo, que no me ponía un biquini ni a los veinte años? ¿Yo, que no he enseñado la barriga jamás, salvo lo estrictamente necesario y a unos pocos, poquísimos elegidos?

La petición extravagante llegó pasados los cincuenta. Aclaro que el amigo no era un pervertido, ni un coleccionista de cosas raras, ni un lector fetichista de ombligos. Es un magnífico escritor que había decidido fundar una revista de fotografía y literatura y dedicar el original primer número —titulado Autorretrato— al ombliguismo, en el sentido más literal del término. Había encargado a una docena y media de colegas, hombres y mujeres, una foto de sus ombligos. Es decir, que la foto rara tenía finalidades remotamente literarias. Lo cual no supe si debía tranquilizarme o infundirme más pavor aún. Añado que el magnífico escritor es también uno de mis más queridos amigos, de modo que cuando llegó la petición, en forma de mensaje a mi teléfono, respondí al instante con la verdad más cruda: «De acuerdo, pero esto solo lo haría por ti».

A las cinco décadas de vida, por fin había conseguido algo que a los veinte pensaba imposible: acostumbrarme a mi ombligo.

A los veinte me habría negado en redondo. No es que no me gustara mi ombligo. Es que no me gustaba nada de mi cuerpo, de los pelos de la cabeza al dedo gordo de los pies. El ombligo era entonces un epicentro extraño, irrelevante. Uno de esos accidentes del terreno en los que no reparas hasta que te encallas en ellos.

Cinco años más tarde odiaba mi ombligo con todas mis fuerzas. No soportaba la literatura cursi que lo ensalza como nexo de unión con ese otro cuerpo inevitable, el de tu madre. El ombligo es así también historia familiar, eslabón que nos une a los ancestros. Yo habría preferido no tener ombligo. Haber nacido por esporas o por generación espontánea, como una seta en otoño. Así era yo mediados los veinticinco: una renegada de mi ombligo.

A los treinta hubo una transformación. Mi ombligo se transformó en el resultado de varias agresiones. Se volvió más invisible aún. Por entonces yo asaltaba a mis amantes hablándoles de la fealdad de mi ombligo. Era una mujer con un ombligo deprimido. Por supuesto, a esa edad lo último que se me habría ocurrido era retratarlo.

Llegaron los cuarenta. Fui creadora de ombligos. Intenté donar los cordones umbilicales de mis cachorros para que hicieran con ellos algo que aprovechara a otros. Una comadrona me preguntó una vez si quería que me pusieran mi propia placenta en un táper, por si quería comérmela. No tenía ningún interés en cocinar ninguna parte de mi cuerpo (incluso me facilitaron varias recetas apetitosas) pero con gusto le habría hecho una foto. Mi ombligo de pronto dejó de importarme. Había cosas mucho más serias de las que preocuparse. Comencé a ignorar a mi ombligo. Creo que los dos salimos ganando.

La última década ha sido de reconciliación. El amor sereno es bueno para los complejos. Al que fue mi último amante, mi amante para siempre, se le da bien mi ombligo. Dejé de dar explicaciones. Dejé de preocuparme por la apariencia que presentaba mi ombligo, ese gurruño inevitable, ese camino hacia lo más básico.

Entonces, cuando las heridas estaban ya curadas, cuando menos lo pensaba, mi amigo me pidió una foto de mi ombligo.

Estaba en una habitación de hotel. Tenía tiempo para intentarlo. Posé (¿posó?) para la foto más rara de mi vida. En ella, el ombligo compartía protagonismo con un lunar persistente y cercano y con la cinturilla del pijama.

Cuando la vi publicada pensé: No está tan mal.

Aún no me lo explico.