Inicio  La carpeta azul > La mantequillera

 

Me pasé años buscando una mantequillera. Yo, que siempre dudo de todo, sabía muy bien cómo la quería: de cristal, no de plástico; resistente, ni enorme ni diminuta, con tapa lisa o decorada (me gustan más con dibujos), con cierre hermético o solo sin él (ninguna preferencia clara). Me la imaginé mil veces sobre la mesa del desayuno que dispongo los domingos, que yo vivo como un tributo a la familia y al tiempo que compartimos. Aquella escena dominical con mantequillera daba importancia al objeto y multiplicaba la urgencia de encontrarlo.

Pero no había forma. Un vendedor con corbata de la planta de menaje del hogar de unos grandes almacenes me sugirió que metiera la mantequilla en otra parte y renunciara a mi capricho. Me enseñó cajas, fiambreras, boles, platos… todos podían servir, según dijo. Me aseguró que hoy día nadie tiene cuidado de dónde mete la mantequilla, porque nadie tiene tiempo de desayunar con calma. Al fin, sentenció:

—Ese cachivache que buscas es un animal extinguido.

Hace poco tuve que vaciar la casa de mi madre, que acababa de morir. En uno de los gigantescos armarios de la cocina encontré tres mantequilleras de cristal, decoradas, con tapa, robustas y del tamaño exacto que yo buscaba. Cualquiera de las tres cumplía mis expectativas sobre cómo debe de ser una mantequillera. Las tres habrían completado la escena de la mesa dominical del desayuno. Si no fuera que solo unos meses antes, cuando comenzaba a dar el asunto por imposible, encontré una mantequillera de mi agrado en un bazar de barrio.

Así fue mi relación con mi madre. Ella siempre tuvo aquello que yo buscaba con afán, pero nunca supo cómo dármelo. O tal vez yo no supe cómo pedírselo y ella nunca fue muy ducha en las sutilezas de la generosidad. Mi madre tenía un egocéntrico sentido de la propiedad, que la llevaba a reclamar regalos que ya te había hecho o a enojarse al recibir un regalo que no le satisfacía lo bastante. Además, las mantequilleras eran suyas, podía hacer con ellas lo que le viniera en gana, ya fuera tenerlas todas en uso al mismo tiempo o dejar que acumularan polvo amontonadas en un armario. Acaso sea hora de admitir que si me hubiera regalado la mantequillera yo le habría asegurado que no me hacía falta o que no me agradaba. En cambio, desde que está muerta me gusta cada plato y cada cucharita, cada libro y cada pañuelo, porque son bonitos, pero sobre todo porque eran suyos. Las cosas diminutas y sin valor más que las grandes y valiosas, ese es mi patrimonio, el que estimo y ambiciono. Ese es, y también lo que nunca le dije, como que buscaba una mantequillera de cristal con tapa y dibujos.

Esta es la verdad: mamá tenía tres mantequilleras exactamente iguales a la que yo deseaba. Nuestros gustos son parecidos. Otras cosas también. Por mucho que haya querido negarlo durante tanto tiempo, me parezco a ella en un sinfín de cosas, insignificantes o importantes. Solo ahora que lleva unos cuantos meses muerta estoy dispuesta a admitirlo. Tal vez por eso escribo estas líneas. La mantequillera al fin y al cabo es la evidencia primera de una historia de amor y de familia que no sé si alguna vez sabré o me atreveré a escribir. Una historia que duele y que no termina bien.